Si ha llegado aquí a través del enlace en mi mapa conceptual sobre los paradigmas educativos quizá se haya dado cuenta de cuál es mi apreciación, digamos filosófico-educativa, sobre una excesiva idolatría a uno u otro, a unas herramientas o recursos o a otros.
El texto de más abajo no es sino uno de mis trabajos en este curso. Reiterando mi convencimiento personal y profesional hacia las TIC, quizá por mi carácter minucioso y observador me doy cuenta que siempre acabo en el punto de partida. Creo que el curso me está dando razones más que suficientes para convencerme más de ello.
Abundando en mi gusto por lanzar mis propias etiquetas, quizá a esta reflexión la venga muy bien "La pescadilla que se muerde la cola".
Como
ya he manifestado durante este curso en diversas ocasiones (foros,
videoconferencias...), me considero un profesor profundamente
interesado en la presencia de las TIC en nuestras aulas (de otra
manera no tendría sentido mi asistencia a este curso) pero, al mismo
tiempo, puedo autocalificarme de escéptico ante la excesiva
confianza en sus bondades académicas.
Por
tratar de explicarme, diré que no creo que las TIC sean ni vayan a
ser sustitutivos de otras formas más tradicionales de aprendizaje y
socialización, sino que van a seer (y ya lo son) revulsivos de las
mismas. No seré yo quien niegue que las cosas en nuestras aulas, y
en nuestra sociedad, no son igual que hace unos pocos años.
En
ese sentido retomo mi comentario de introducción de este trabajo.
Ciertamente, el ser humano lleva miles de años transmitiendo a sus
nuevas y sucesivas generaciones aquello que entendemos por cultura de
diversos modos, esencialmente el oral y el imitativo manual. La
escuela solamente cuenta, en el mejor de los casos, dos siglos y, en
algunos lugares, desgraciadamente ni ha llegado a estar presente
todavía.
Los
entornos expuestos por Echeverría son los propios de la misma
evolución social humana. El punto de partida sería el grupo humano
que transmite sus saberes para su propia subsistencia sin necesidad
de terceros elementos es decir, cada miembro adulto, sabio, de la
comunidad se encarga de transmitir sus logros y saberes al igual que
se transmiten genéticamente las características morfológicas y
atávicas de la comunidad en beneficio de la misma.
A
medida que el grupo, la sociedad, se torna más compleja, también lo
son esos saberes necesarios, lo que obliga a la aparición de la
escuela. Pero, más que por la complejidad del saber, o además de
eso, por la dificultad del adulto de hacerse cargo del niño y su
educación. Eso todavía es una característica de nuestra sociedad
actual. ¿Escuela o guardería? Este es otro interesante debate que
no nos atañe ahora.
Un
tercer momento sería la vertiginosa sociedad y tiempo que nos toca
vivir en la que las nuevas actitudes y tecnologías suscitan unas
nuevas formas de interacción que quizá nos desborden por lo rápidas
y constantemente cambiantes.
Las
tesis de Fernández Enguita complementan y se superponen a la
perfección a estos tres entornos descritos ya que inciden sobre lo
que realmente tiene de históricamente o generacionalmente cambiante
el proceso educativo. Creo que Enguita da en el clavo sobre lo que
los docentes “a pie de obra” como yo percibimos día a día: los
cambios vertiginosos que nos obligan a reestructurar nuestras ideas
previas y a acomodar constantemente nuevas formas de actuar,
comprender y aprender, no solo de nuestros alumnos, sino de nosotros
mismos.
Ciertamente
es lo que, particularmente, me produce vértigo, ya que por mi edad
pertenezco a la era de los cambios intergeneracionales, cosa que ya
me parecía revolucionaria. Ahora soy un docente que debe entender y
observar los cambios intergeneracionales, constatando que nuestras
formas de enseñar, de programar, de aplicar recursos... van
cambiando y quedando obsoletas con alumnos que solamente se
diferencian en unos cuantos años de vida.
Pero
no quiero acabar este pequeño ensayo (reflexión más bien) sin
retomar el principio del mismo. Esta sociedad cambiante casi al
minuto provoca esos cambios intergeneracionales descritos por
Fernández Enguita, en buena medida por la interacción de las
tecnologías de la información en las que cada uno de nosotros, los
ciudadanos, con un dispositivo simple como un smartphone, se
convierte en investigador, periodista, escritor, editor, etc.,
obligando a la tribu, la sociedad, a asimilar y acomodar tal cantidad
de información que va a cambiar sus esquemas constantemente.
¿Es
el final de la escuela? ¿No necesitamos esta institución anclada en
lo supra o intergeneracional? ¿Qué necesidad hay de ella teniendo
el mundo pasado y futuro en un pequeño dispositivo de 12 x 8cm?
Estas
son las cuestiones que los detractores de la escuela plantearían
pero que yo, volviendo al principio de este trabajo, esgrimo
precisamente como pruebas de su necesidad. ¿Realmente creemos que
los miembros más jóvenes de la tribu, especialmente los niños, no
necesitan una adecuada guía para no perderse en este inmenso océano
de información, estímulos y conocimientos, muchas veces
contradictorios, malintencionados o, sencillamente, falsos?
La
tarea que tenemos los docentes actuales y, especialmente, los futuros
es titánica: lograr seleccionar, asimilar y acomodar una cantidad de
información imposible de catalogar y que de un día para otro ha
sido modificada, ampliada, superada, desmentida o, lo que es peor,
confirmada.
Esta
es la auténtica necesidad de la escuela, más necesaria que nunca
pero más exigente que ayer. Y nosotros, como docentes, ¿estamos
preparados para ello?
A
partir de aquí creo que es donde comienza el debate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario